Opinión | PERIFÉRICOS Y CONSUMIBLES

La literatura y los viejos caníbales sin dientes

Defienden su estatus, no se bajan del pódium, aunque su victoria se produjera en los albores de los tiempos

El escritor madrileño Paco Umbral, en 2003.

El escritor madrileño Paco Umbral, en 2003. / Sergio Barrenechea

Da bastante grima ver cómo se comportan los ancianos de la tribu en esto de la cosa literaria. Si yo fuera más joven, diría con desparpajo que lo suyo es cringe. Literal, bro. Pienso en ello cuando los veo aferrarse a sus cargos, a sus nombramientos, a sus prebendas y canonjías. Mantienen las embajadas y los consulados lustrando las medallas y entorchados que usan como anclas pesadas que les impidan vagar a la deriva. Los viejos caníbales sin dientes no se apartan, no ceden, no claudican. Actúan como influencers, defienden su estatus, no se bajan del pódium, aunque su victoria se produjera en los albores de los tiempos. Son foodies que aconsejan y premian, que critican y alaban –a su manera– las recetas hodiernas porque nunca les convencen los ingredientes nuevos, las nuevas preparaciones.

Han cubierto los dientes que no tienen con fundas afiladas. Los clavan a su antojo como daban las monjas sus pellizcos mezquinos. Otorgan visados, facilitan carnés a sus acólitos, rechazan lo que ignoran. Los viejos caníbales sin dientes son los guardabosques siempre avizor, enfadosos sin pausa. Son los amos del calabozo, los cuidadores de los dragones y las mazmorras. Han hecho votos perpetuos en la Cobradía del Santo Prepucio, siempre han soñado con ser funcionarios de presiones, madres abadesas en el convento, papas –arrugás– en la curia, árbitros siempre con la tarjeta roja a punto de nieve, moderadores impenitentes en el chat, ayatolás, capataces, controladores aéreos, guardias urbanos afanosos en dirigir el tráfico, en dar el paso, en indicar direcciones, en multar a los díscolos.

Se travisten a veces de rigurosas dominatrices con látex impoluto y látigo tronante. Celebran misas negras, consagran hostias como panes. Disfrutan de ser correveidiles, celestinas, papás pitufos en su aldea. Admiten su papel de reyes eméritos con séquito indulgente, intermediarios a comisión, maestrescuelas, generales de (la) división, cocineros con estrellas en el michelín, en sus reinos de taifas mando y lirando.

Patrones de yate digo. Patriarcas del ¡no, eh!. Prescriptores y sus labores, siempre en la lista de los cuarenta principales, ingredientes de la consabida ensalada de canónicos. Corleones de postal, capos, padrinos, conseguidores, machos alfa si cuadra, y si no cuadra tapados de burladero y protegidos en el alcanfor del armario tanto de las polillas queer como de la vieja guardia pretoriana del sempiterno machirulismo recalcitrante. Con más pana que gloria, llevan aquí ab urbe condita y luchan ahora en la guerra del yogur. Al parecer, lo dijo Umbral: «Yo no digo que ese viejo sea un cabrón sino que la vejez es una cabronada».